Un paisaje árido y polvoriento, neumáticos clavados en el asfalto caliente, un banco a la sombra, un Twinkie en la mano, el olor a gasolina en la nariz. Bienvenidos a los «lagartos del lote», un grupo de trabajadoras del sexo que curran en una parada de camiones perdida en medio de una América bicéfala y desgarrada. Con cierta ternura, John Swab filma a estos desconsiderados, que rara vez están en el candelero. Conmovedora, asfixiante, a veces divertida, Candy Land limpia cierto cine grindhouse y white trash jugando con los clichés y las expectativas para entregar un extraño objeto fílmico a medio camino entre una película slasher y un drama indie, entre el cine de Gregg Araki y el de Rob Zombie, todo ello llevado por un reparto demencial que da vida a personajes complejos, entre la brutalidad acumulada y la fragilidad soterrada.